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martes, 2 de diciembre de 2014

EL ROMANTICISMO: UN FENÓMENO SOCIAL EN LA ESPAÑA DECIMONÓNICA

Todo escritor, todo artista, todo creador de formas culturales expresa un estado de ánimo colectivo más o menos difuso, al mismo tiempo que contribuye más o menos enérgicamente a despertarlo, a conformarlo, a definirlo.  Así pues, el romanticismo es, ante todo, una determinada concepción del mundo y una determinada forma de comportamiento humano que aparecen en las sociedades occidentales desde el último tercio del siglo XVIII, logrando su plenitud en la primera mitad del XIX. Debemos, pues, tener en cuenta que tan legítimamente puede hablarse de un romanticismo literario como de un romanticismo político, filosófico o incluso de un romanticismo existencial biográfico.  
La incorporación de España al movimiento romántico se opera en los años comprendidos entre la  Guerra de la Independencia y el advenimiento de la burguesía moderada, ecléctica y realista, a la dirección de la vida pública española, antes de 1850.
Si el siglo XVIII fue una época de reglas y clásica, el XIX había de ser anárquico e indisciplinado.
El ideal clásico era equilibrio de facultades, sentido común dimanado de la razón.  En el ideal de vida de los clásicos debe preponderar el equilibrio de las facultades, sin destacar la sensibilidad y la imaginación por encima de la razón.  La sensibilidad y la imaginación eran facultades accidentales, secundarias, influenciadas por cualquier factor físico y cargadas de vicio y pasión, capaces de contagiar la esencial, noble y universal razón.  El clasicismo había llevado esta primacía de la razón al campo de la creación estética, haciendo residir la belleza en la conformidad con un canon; es decir, con una norma que tiene validez universal, porque se apoya en algo universal también: la razón humana.  En cuanto se refiere a la sociedad en que vive, la actitud del hombre clásico es, en principio, de aceptación, por más que le parezca perfectible y, por tanto, aspire a reformarla mediante el uso de su razón, de su sentido común.
El equilibrio anímico, los esquemas de vida, los cuadros sociales típicamente estamentales serán desbaratados por las nuevas generaciones Románticas. El auge de la burguesía, el fuerte incremento demográfico debilitarán las creencias clásicas y la seguridad de unos hombres con todos los problemas resueltos hasta ahora.
Dicho de otro modo: la grandeza de la razón es un concepto que hace aguas y su puesto vendrá a ser ocupado por la sensibilidad, la imaginación y las pasiones.  El individuo se rebelará contra la sociedad, y la obra romántica será  la más clara rebeldía contra todos los valores establecidos.  El hombre romántico carece de equilibrio para aceptar su ambiente, se rebelará contra él y buscará algo que pueda satisfacer su espíritu; sus desengaños le llevan a convertirse en un reformista utópico.
La rebeldía del romántico frente a la razón llega a las propias leyes biológicas, y una larga fila de suicidios románticos lo atestigua.  Los conventos violados y la ley de clausura rota no son sino rebeldías orales y sociales acompañadas por el descubrimiento del nuevo mundo femenino de la ternura.  Frente a la sociedad y los prejuicios o creencias surgirán rebeldes como Byron y Shelley; los donjuanes sedientos de libertad y los Prometeos sin cadenas.
Por la sensibilidad, el romántico se libera del hombre común y por la imaginación se libera de la realidad.  Dios, la Naturaleza, el propio país y la mujer son cuatro mundos en los que el romántico clavará su afectividad hasta convertirlos en sentimientos.
El comportamiento colectivo del romanticismo español se manifiesta en la guerra como quehacer y género de vida.  La misma Guerra de la Independencia no es sino una categoría romántica: afirmación de una personalidad nacional frente a la pretensión uniformadora, racional y clasista de la Europa napoleónica; el levantamiento popular, el pueblo en armas, las acciones callejeras colectivas e individuales frente al primer ejército combatiente, traslucen un signo romántico, una interpretación milagrosa de la vida, un paroxismo pasional, incomprensible un siglo antes.  El guerrillero y las guerras de guerrillas son la espontaneidad e individualismo frente al canon clásico, conjuntado y preciso, de la guerra tradicional.
Este comportamiento romántico tiene su más genial representante en el Goya de la segunda época.  Su desarraigo social, su individualismo creativo, la simplificación de sus colores, de su paleta y de su dibujo reflejan al primer pintor romántico español.  En "Los Caprichos", "Los desastres de la guerra", "Los fusilamientos del 3 de mayo", queda reflejada una amplia crítica social, una diatriba contra la guerra, el sufrimiento de un pueblo iniciado en un levantamiento colectivo.  Su genio trágico acentúa su ruptura contra todo lo académico, su arrollamiento de toda una sociedad estamental.
La primera oleada romántica no fue bien asimilada por el régimen beocio de Fernando VII.  Era la corriente de reaccionarios y aristócratas románti-cos, encabezados por Chateaubriand, cuyas Memorias de Ultratumba suponen todo un referente en su género.  Simpatizan con la España oscurantista desde el punto de vista arqueológico, convirtiéndola en la "Turquía de Occidente", sin la oposición de los liberales.  Este romanticismo contrarrevolucionario de Chateaubriand había dado lugar a una sensibilidad tradicionalista: romanticismo histórico.  Se apasionan por la historia y sobre todo por la Edad Media; el menosprecio de lo clásico, el amor por lo medieval, el gótico, la vida caballeresca, las Cruzadas, confieren al romanticismo histórico su carácter de tal.  Descubren la epopeya de la Reconquista española y a España como excepcional país romántico.  La resistencia a Napoleón durante la Guerra de la Independencia intensifica esta corriente intelectual, y el tema español pasa a ocupar un puesto de honor en el romanticismo europeo, tanto en el campo literario como el en pictórico y musical.      
La política antiliberal de Fernando VII ve con buenos ojos este romanticismo tradicionalista y contrarrevolucionario. Es recibido en España por el influjo de Chateaubriand y Walter Scott, y tiene sus admiradores en el padre de Fernán Caballero, Juan Nicolás Böhl de Faber, Alberto Lista y Agustín Durán.  Oyen también su voz Próspero Bofarull, los hermanos Amat, Aribáu y el primer periódico romántico barcelonés, "El Europeo". Serán los antecedentes del "floralismo" y del catalanismo literario de derechas.  Participan de esta sensibilidad tradicionalista los paisajes e interiores de edificios de Pérez Villamil y los "Recuerdos y bellezas de España", de Francisco Javier Parcerisa.
Hacia 1824 el romanticismo empieza a cambiar de signo político, y en 1827 Víctor Hugo escribirá que el "romanticismo es el liberalismo de la literatura". Se manifiesta este anhelo de libertad en los planos político, social, poético, religioso, moral, etc.
La posición de todos los románticos españoles es claramente liberal, y entre ellos, Larra y Espronceda, más libres de convencionalismos sociales que Martínez de la Rosa o el duque de Rivas, captarán la necesidad de incorporar al pueblo y a la juventud en la vida nacional.
Estos románticos liberales españoles están influenciados por el romanticismo de cuño francés (Víctor Hugo, Lamartine...), exponentes de la Revolución Francesa de 1830.  Ya no se añora el pasado ni la Edad Media, impregnada de sentimiento religioso, sino que se muestran como resueltos simpatizantes de la revolución política llevada a cabo por el liberalismo.  En España cuaja, pues, cuando la burguesía liberal se hace con el poder y retornan los emigrados, esto es, poco más o menos, hacia 1834.  Estos románticos aceptan el nuevo progreso y las nuevas condiciones sociales, y aunque tratan de evadirse de la prosaica vida cotidiana por la vía de la poesía, fundarán una revista romántica con este significativo título: "El Vapor" (Barcelona 1833).
Los orígenes de este romanticismo liberal hay que buscarlos en la valoración de unos hechos indispensables para el conocimiento del romanticismo liberal español.  Nos referimos a la "carta magna" del liberalismo español, esto es, la Constitución gaditana de 1812; continúa con la "conspiración" y el "pronunciamiento", acciones típicas de la política liberal durante el reinado de Fernando VII.  Todo ello revela unas formas y unos tipos humanos que responden de lleno al patrón romántico.
Lo mismo que en política, en el intenso y breve apogeo del romanticismo español (1834-1840), podemos advertir dos tendencias: la de los viejos doceañistas que vivieron la Guerra de la Independencia y traen del exilio una tendencia a la moderación: Martínez de la Rosa, Toreno, duque de Rivas, Alcalá Galiano, Istúriz.  Entronca, hasta cierto punto, con el romanticismo nórdico, histórico: "La Conjuración de Venecia", "Don Álvaro o la fuerza del sino"...
Son contemporáneos de otra generación, más radical, nacida durante la Guerra de la Independencia y salida a la vida pública durante la Guerra Civil.  Frecuentemente anticlericales, partidarios de la vía de liberación, a través de una religiosidad libre y sin dogmas, son menos conscientes de su integración en una cultura nacional.  Participan de un liberalismo moral, opuesto a casi toda la moral anterior, introducido por su más ilustre representante, Mariano José de Larra, quien dirá: "Un fin moral osado, nuevo, desorganizador de lo pasado, si se quiere, y fundador del porvenir".
Ellos consideran que la literatura debe comprometer al escritor, hacerle beligerante en la lucha decisiva que están viendo: o el orden burgués salido de la revolución o las fuerzas del antiguo régimen.  Ellos serán los que impongan la democrática Constitución de los progresistas de 1837.
El madrileño Larra, autor de artículos de costumbres criticando la sociedad española con pesimismo y expuestos en un castellano de antología; Espronceda, Francisco Pacheco, Hartzenbusch, García Gutiérrez y otros que constituyen la oleada de rebelión romántica.
Donde destacará el romanticismo español, más que en el aspecto literario, retrasado y mimético, será en el plano existencial.  Será la Guerra Carlista donde se demostrará que el romanticismo no es sino la expresión de un choque de dos formas de vida, la tradicional y la de la nueva sociedad mercantil e industrial, y de la crisis de adaptación de las nuevas gentes al mundo moderno.  Enfrentamiento entre vieja sociedad clerical, señorial, sobre una estática economía agraria, y una sociedad liberal, sobre una economía comercial e industrial y con cierta movilidad social.  ¿Podemos calificar de "casualidad" el hecho de que los dos focos principales de la guerra carlista fuesen precisamente Cataluña y el País Vasco, es decir, las dos regiones donde la nueva sociedad hacía mayores progresos y donde, por otra parte, el apego a lo tradicional era mayor?  Evidentemente, no.   Allí precisamente es donde el contraste y la tensión entre las dos formas de vida podían darse con mayor intensidad.  La guerra carlista consistió en la lucha entre la Cataluña litoral y la de montaña, entre las costas vizcaína y guipuzcoana, con Bilbao y San Sebastián al frente, y el "hinterland" alavés y navarro.
El romanticismo legó una guerra carlista, un cruento testimonio colectivo, una guerra sin cuartel en la que se pasaron por alto las leyes militares y hasta las más indispensables normas de conducta humanitaria.  La presión internacional hubo de intervenir para poner freno a tanta pasión y odio desatado.
Pasando de lo imaginado a lo realmente vivido, el romanticismo también legó una serie de figuras puramente románticas: el Conspirador, el Bandido, el Gitano, el Mendigo... Toda la simbología poética europea tiene cabida en España, como una extraña mezcla de gitano, bandido, torero, grande de España, monje y guerrillero.
¿Y qué decir de los militares? El general romántico será una figura de excepción. Los protagonistas son bien visibles: Riego, Zumalacárregui, Torrijos, Diego de León, Serrano, Zurbano, Espartero, Prim, Narváez, O'Donnell y un largo etcétera.
¿No estuvieron cargadas de romanticismo las vidas de Mendizábal o de Olózaga, éste último capaz de fugarse de la cárcel en una misma noche, montar una nueva conspiración y poseer una nueva mujer?
Las libertades románticas (de María Cristina, casada secretamente, y de Isabel II, crédula y ardiente, armonizando en romántico contraste una extrema piedad supersticiosa y una extrema liberalidad sexual) adquieren una democratización sexual, femenina, y la mujer española, ardientemente voluptuosa y apasionada hasta la muerte, se pone de moda en toda Europa.  Son cientos los extranjeros que vienen a España en viajes "romántico-turísticos", alentados por el exotismo de nuestro país.  Les gusta la nación del lance de honor y del gesto, les gusta vivir una temporada peligrosamente en un país no muy burgués, les gusta encontrar dificultades en viajes sumamente arriesgados, con malos caminos e incómodas posadas y siempre pendientes de la sombra del bandido (léase LA BIBLIA EN ESPAÑA, de George Borrow, que es un magnífico "libro de viajes" romántico).  Esta España romántica en sí y sobre todo "para los demás", tiene elementos de admiración por la pasada grandeza y de desprecio por la miseria presente, hay una dignidad harapienta, reminiscencias árabes (LOS CUENTOS DE LA ALHAMBRA, de Washington Irving), grandes bandidos, hidalgos y pícaros, restos de inquisición, sangre y toros...
España es un país de ensueño (barato), aventura y paraíso para los turistas. Pero la verdadera realidad animaba al desengaño romántico liberal (Larra) y estaba muy por debajo de lo que se veía y brillaba: corte, reinas, cortejos, políticos y, sobre todo, generales.