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lunes, 12 de enero de 2015

DE PROFUNDIS

Mientras en España los componentes de la Generación del 98 inmortalizaban su genialidad y coherencia a fogonazos de magnesia, el mundo asistía a la definitiva decadencia y derrota moral, física y vital de Óscar Wilde quien, bajo el pseudónimo de Sebastián Melmoth, vivía sus dos últimos años de existencia en el exilio de París mantenido por la caridad de unos pocos amigos fieles.
Mi admiración por la literatura wildeana está fuera de toda duda más allá de la cargante iconografía que en las últimas décadas se ha perpetrado en torno a su figura, la cual está muy lejos se ser un dechado de virtudes como tan a menudo se pretende.
Por motivos profesionales uno ha indagado bastante en la biografía del mito y estudiado su personalidad casi tanto como su obra y su fascinante vida, por lo que me parece interesante abordar la peculiar De Profundis, primera y última obra epistolar de su autor, la cual no tiene desperdicio desde muchos puntos de vista.
Pero vayamos por partes. En 1895 Oscar Wilde está en la cima de su carrera, es rico, mundialmente reconocido, nacionalmente admirado y ampliamente requerido en los más importantes círculos culturales. Al igual que nuestro Camilo José Cela, Wilde había sido un hombre que había centrado su vida en crear su propio personaje a partir de sí mismo. Activista de los movimientos esteticista y decadente, desde el principio de su vida artística llevó ambos hasta los límites más exagerados y excéntricos, lo cual generó un efecto divergente ante sus plumas de pavo real, sus girasoles, su colección de porcelana erótica y su comportamiento impostado y vestuario provocador. Admirado por unos y denostado por otros, Wilde logró su objetivo: que nadie quedase indiferente ante su pelo largo, sus paradojas y sus ingeniosos juegos de palabras.  A partir de ahí, el talento que desplegó en sus obras teatrales hizo el resto para reafirmar al personaje y ensalzar al autor, para ponerlo de moda y para que la férrea, hipócrita y disciplinada sociedad victoriana que no lo admiraba, al menos lo tolerase e incluso lo luciese propagandísticamente para fingir que era más tolerante de lo que parecía.
Wilde reunía muchas condiciones para ser triturado por la misma maquinaria social que lo encumbraba. No me refiero sólo a sus extravagancias. Ser irlandés, hijo de unos padres nacionalistas y apoyar abiertamente el socialismo anarquista (léase su trabajo El alma del hombre bajo el socialismo) no eran bazas que jugasen en su favor a la hora de prevenir un más que previsible desastre.
Estudiando al personaje uno llega a la conclusión de que su defenestración social era cuestión de tiempo, algo que iba a ocurrir antes o después. Lo de menos la excusa. Pero ¿cuál fue la excusa? Someramente diremos que, como tantos hombres de su época, Wilde era un homosexual felizmente casado con una mujer a la que había dado dos hijos. Su primer amante masculino reconocido, Robert Baldwin Ross, crítico de arte y su más fiel amigo hasta mucho después de la muerte, tenía entre sus no pocas virtudes el defecto de haber frecuentado compañías poco edificantes que a punto estuvieron de costarle un mayúsculo disgusto con la justicia (la peor: haber ejercido la pederastia con dos niños de 13 y 14 años, logrando evitar el juicio in extremis por mediación de un letrado que intercedió ante la familia de los niños). Y una de sus amistades menos convenientes fue precisamente Lord Alfred Douglas, más conocido como Bosie, un dandy abiertamente gay, caprichoso, manirroto, pendenciero, frecuentador de los más bajos fondos y podemos decir que incluso enfermizamente maquiavélico en lo personal. Cuando Robert presentó a Wilde y a Bosie en un sarao social, la chispa del amor saltó entre ambos y comenzó el lío.
Dio comienzo una tórrida relación de dos años en la que un Wilde cegado por la pasión y los placeres dejó prácticamente de escribir y se entregó a una vida de desenfreno sexual, lujo, viajes y escándalos que él, obviamente persuadido de su genialidad y atrapado por una enfermiza obsesión sensual, no reconocía como tales porque los asimilaba dentro de su impostura decadente como una pretendida extravagancia más de su personaje, cosa que a la sociedad de su época cada vez le convencía menos. Y menos que a nadie al tiránico y violento padre de Bosie, el marqués de Queensberry, quien advirtió en varias ocasiones a Wilde de forma cada vez más vehemente que tenía que dejar de comportarse como un homosexual y de frecuentar a su inocente hijo Alfred, sobre el cual estaba ejerciendo una mala influencia (obviamente la cosa fue al revés: Wilde utilizó a Bosie para llegar hasta los más lejanos límites de sus propias debilidades).  Ante la negativa de ambos  amigos a ser más discretos o renunciar a su relación, el marqués optó por dejarle a Wilde una nota en su club con el texto "A Óscar Wilde, que alardea de ser un sodomita" con el fin de provocar cierto escándalo y dejarlo en evidencia ante la sociedad.
Animado por su amante, Wilde denunció al marqués por calumnias y se vio inmerso en un proceso judicial que, ante las pruebas presentadas por la defensa del satisfecho marqués, se dio la vuelta contra Wilde dejándolo en evidencia por medio de testigos directos de sus orgías, pruebas en forma de tórridas cartas de amor y textos que abiertamente defendían la homosexualidad, como "El amor que no se atreve a decir su nombre", considerado por el tribunal como un abierto elogio de la pederastia. Al igual que en la actual y macha Rusia de Vladimir Putin, las conductas contranatura o la defensa de las mismas era a finales del siglo XIX un delito penado por la justicia británica con cárcel (Acta de Enmienda a la Ley Criminal de 1885). Finalmente Wilde asiste atónito al completo derrumbamiento de todo el universo que había creado en torno a su persona/personaje. Las deudas contraídas para satisfacer los exagerados lujos y regalos con que había agasajado a Alfred Douglas le cuestan el embargo de todo su patrimonio, en el juicio es declarado culpable de sodomía y condenado a dos años de trabajos forzados y la mayor parte de sus amistades íntimas huyen despavoridas al otro lado del Canal de la Mancha, aterrorizados. Y por si ésto fuera poco, un Tribunal económico embarga los derechos de toda su obra literaria para compensar las costas judiciales de la fallida demanda contra el marqués de Queensberry y abonarle a éste una altísima compensación económica por acusarle falsamente de difamación (el marqués había demostrado que el demandante era en efecto alguien que alardeaba de su condición homosexual).
Y así es como un gentleman cuyo estatus no lo protegía de los rigores de la Justicia, se tiene que enfrentar a la vida penitenciaria decimonónica sin ningún tipo de trato de favor, lo cual obviamente (y como a todo el mundo) le cuesta la salud.  En la cárcel de Reading, la tercera prisión que lo alojó, Wilde conoce el punto más bajo de su caída. Allí era conocido como el prisionero C.3.3. (Galería C, piso tres, celda tres). Y aunque al principio le negaron acceso a papel y pluma, finalmente la intercesión del miembro del Parlamento, Richard B. Haldane obtuvo el permiso para tener acceso a libros y material de escritura.
Y como no hay mejor arma para un escritor que el estilete de su pluma, apenas tuvo la oportunidad de volver a ella, Wilde volcó sobre el papel todas sus frustraciones componiendo la obra que nos ocupa.
De Profundis fue escrita sobre el papel (luego aclararé este punto) entre enero y marzo de 1897, es decir dos meses antes de la puesta en libertad de su autor y veintidós meses después de su encarcelamiento. Nótese la frustración acumulada del atormentado artista tras más de veinte meses sin haber podido exteriorizar sus muchos sufrimientos físicos e intelectuales para mejor comprender el texto al que nos enfrentamos.
De Profundis pretende ser, ante todo, una carta personal dirigida a Alfred Douglas desde el presidio. Una carta personal que no le permitieron enviar a nadie y que debió permanecer junto a su autor hasta que abandonó la prisión.  Una misiva de cincuenta mil palabras que acabó no siendo entregada a su destinatario, sino a Robert Baldwing Ross, quien la guardó para publicarla parcialmente en 1905, es decir cinco años después de la muerte de su autor.  La versión completa de la epístola no vio la luz hasta 1962, cuando Ross, Douglas y Wilde llevaban, respectivamente, 42, 18 y 62 años muertos y enterrados.
La tardanza en publicar la versión final y sin censura de De Profundis y la magnificación del personaje que la escribió por parte de distintas corrientes nostálgicas que vieron (y ven) en él poco menos que un héroe abatido por una sociedad demasiado estricta e hipócrita, han contribuido no poco a ensalzar a Oscar Wilde en el ideario popular como un mártir, olvidando sus no pocas contradicciones personales y su esnobismo reaccionario que desarrollaba tanto más orgullo cuanto más desprecio gastaba hacia las clases populares que él consideraba inferiores y que eran todas menos la suya propia, por no hablar de un machismo que casi rozaba la misoginia. Esa faceta de Wilde ha caído prácticamente en el olvido o ha sido reducida a pura anécdota.
Cuando decía más arriba que De Profundis fue "escrita sobre el papel" me refería a lo primero que el lector aprecia al leerla. Estamos ante un texto profundamente meditado, casi memorizado en la cabeza de su autor que, sin duda, la ha ido componiendo y releyendo página por página en su mente antes de que las palabras se derramasen a través del tintero sobre la página en blanco. La frustración, el rencor hacia Alfred Douglas y la negación son los principales protagonistas de un texto por lo demás sublime que, en mi opinión, nos regala algunas de las mejores frases de Óscar Wilde. Veamos algunas:
-"Si el Odio cegó tus ojos, la Vanidad te cosió los párpados".
-"El sufrimiento es un único momento largo".
-"El vicio supremo es la superficialidad".
-"Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flagelarnos. También nos llevan a la ruina con lo que en nosotros hay de bueno".
-"La Prosperidad, el Placer y el Éxito pueden ser de grano tosco y fibra vulgar, pero el Dolor es lo más sensible en todo lo creado".
-"La Pena, a diferencia del Placer, no lleva máscara".
Sabedor de que la misiva iba a pasar por otras manos que las de su destinatario, Wilde comienza el texto ofreciendo su versión de lo ocurrido, justificándose y aclarando que él es la víctima de la situación en la que se encuentra, de la cual hace responsable a su amante, al que primero trata como un "mal amigo" y al que, mediado el texto y con la tinta ya en caliente, describe abiertamente con palabras de amor y desamor sentimental y físico. Las alusiones veladas a los "vicios inconfesables" de Douglas, así como las manifiestas a los confesables llenan todos los párrafos del primer tercio de la carta. En él Wilde no ahorra frases para ofrecer una imagen lamentable de Bosie y de su pendenciero padre, de los que llega a sugerir que padecen algún tipo de enfermedad mental congénita que los trastorna emocionalmente convirtiéndolos en poco menos que gentuza irresponsable y peligrosa. Alude a su propia bondad hacia Alfred para justificar que no lo apartase de su lado a tiempo e incluso aclara que Bosie poco menos que lo acosaba porque se negaba a renunciar al lujo y placer de su inigualable y superior compañía. Justificación y más justificación a través de una larga serie de reflexiones en voz alta de las que el autor se sirve para aclarar al posible lector que él no merecía el castigo, que no era culpable de nada, que le han tendido una trampa y que ha sido víctima de un complot.
Pero en el segundo tercio encontramos la explicación al primero. El autor necesitaba psicológicamente descargar culpas en su oponente, el cual ha quedado fuera de prisión disfrutando de las delicias de la vida mientras él se pudre en una celda.  Casi al final del texto lo repite: "el mundo te mira como a un buen muchacho que casi se deja tentar al mal por el artista perverso e inmoral, pero que ha sido rescatado en el último momento por su buen y amoroso padre". Una de las principales razones por las que el furibundo Wilde se desahoga machacando a Douglas aparece por fin hacia la mitad del texto, cuando refiere el grave perjuicio familiar que le ha supuesto todo el escándalo vivido. El dramaturgo cuenta, amén de su pobreza material, la profunda amargura que le produce el divorcio de su mujer, la pérdida del derecho a volver a ver a sus hijos y, sobre todo, la muerte de su madre a los tres meses de haber ingresado él en prisión, hecho por el que siente una inmensa culpabilidad. Se produce en este punto una curiosa inflexión dramática en el texto en la que, tras remolonear un poco, Wilde comienza a reconocer ante su interlocutor en primera persona sus culpas ("lo que tu me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún". "Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sensaciones". "El deseo, al final, era una enfermedad, una locura o ambas. Me hice desatento a la vida de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo").
A partir de aquí arranca un Wilde mucho más humilde y metafísico que sustituye la furia por la desesperada necesidad de encontrarle algo positivo a su situación. Y ante la angustia del incierto futuro que le aguarda a dos meses vista, cuando abandone Reading, y tras no pocos párrafos de impostado victimismo en el que se compadece de sí mismo, aflora la gran sorpresa del documento: Wilde se nos ha hecho católico.
No podía ser de otro modo.  El catolicismo en la Inglaterra victoriana era la religión de los estratos sociales más bajos, justo aquéllos que rodeaban la cotidianidad penal de Wilde, quien reconoce que pasó su primer año de reclusión llorando y el segundo encontrando el consuelo místico en los evangelios. Sólo en el catolicismo podía Wilde encontrar el imprescindible consuelo para sus no pocos remordimientos y angustias y ningún otro sitio mejor para entrar en contacto con esta religión que una cárcel de mayoritaria población católica. Y lo dice así: "Dos grandes puntos de inflexión de mi vida fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la sociedad me mandó a la cárcel".
Atrás queda ya el pretencioso dandy del movimiento decadente y delante aparece el hombre resignado que reconoce abiertamente su culpa, reflexiona sobre sus pecados, siente vergüenza, pide perdón y, destrozado, abraza la fe no sin participar al lector de cierta nostalgia hacia su pasado ("Ahora tengo que aprender a ser feliz").  Podríamos decir que el segundo tercio de De Profundis está escrito en tono de arrepentimiento, sumisión y docilidad ante el porvenir. Pero Wilde no sería Wilde si no estuviese tan sólo resignado a medias. Hacia el final le vuelve a fallar el subconsciente y le transmite a Douglas su deseo de volver a verle, haciéndole partícipe de que sus sentimientos hacia él no sólo no han cambiado sino que son más profundos y manifiesta abiertamente su esperanza de que el reencuentro sea dulce y abra un nuevo y feliz período en la vida de ambos.
¿Contradicción? ¿Burla? ¿Pasiones desatadas de un hombre puesto al límite de sí mismo? Todo y nada al mismo tiempo. Tal vez la justificación ante un final así nos la dé el propio autor páginas antes, cuando manifiesta: "En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido".
Y diciendo eso, a mi parecer, lo dice todo.  De Profundis: una gran obra que recomiendo. Wilde no dejará nunca indiferente a nadie.