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martes, 13 de enero de 2015

EDIPO EN COLONA

Esta tragedia es como el testamento literario de Sófocles. La escribió nonagenario, y ella bastó para persuadir a los jueces de que disfrutaba de plena salud mental.  Pudiera también afirmarse que se trata del testimonio de Edipo.  Ciego, ya muy anciano, andrajoso y débil apoyado en el brazo de su hija Antígona, que le sirvió de lazarillo, ha llegado, en las cercanías de Atenas, a Colona, y se interna, para descansar, en un bosque, que resulta ser el de las Euménides.  De ello se deduce que va a tener ya cumplimiento cierta antigua profecía, y que está ya cerca del fin de sus días, y que será la bendición de esa tierra como lo sería de cualquiera otra, y la maldición de la que le hubiere desechado, de Tebas en concreto.
Sófocles hará que se deje morir y enterrar en aquellos parajes para bien de Atenas; más aún, para que este favor se lo deban los atenienses precisamente a los aldeanos del pueblo de Colona, la patria chica del poeta, los cuales pondrán en juego toda suerte de recursos, primero para que sea recibido por las Euménides, y luego para que ninguna fuerza humana le pueda arrancar de su plan de morir allí y ser la bendición de Atenas.  El coro, pues, que está formado por labriegos colonenses, al primer contacto con el ciego misterioso (ay, los ciegos en la Grecia clásica), muestra bien su mentalidad aldeana en el espanto con que mira el hecho de haber puesto el pie en el bosque sagrado; pero fácilmente encuentra en sus propios ritos supersticiosos modos de purificarlo de tal pecado, movido por los ruegos que en una bella aria cantada le dirige Antígona, y también por su propio egoísmo, muy rural, al oír no sé qué arcanos bienes, de que se dice portador Edipo.
Y comienza la ruda e interesantísima lucha de los aldeanos del coro por asegurarse la presencia de Edipo, vivo o muerto, para su patria, Atenas. El primer enemigo es Ismene, o mejor, las noticias que trae de que en Tebas, los dos hermanos, Polínice y Eteocles, pronto a declararse la guerra, reclaman la ida de Edipo, que la decida en favor de quien él patrocine; vendrá para conseguirlo Creonte.  Luego, el rey mismo de Atenas, Teseo, muy amado, sí, de los coloniatas del coro, pero tan noble y desinteresado y, digamos, tan ateniense, que deja al ciego en plena libertad, con grande desazón del coro campesino.  Este canta entonces a Edipo un bellísimo himno a las grandezas de Colon y del Ática en general.
Llega, en efecto, Creonte, y, tras de una deliciosa escena de viejos, todos a cual más charlatanes, procura, primero con suavidad y luego por la fuerza -raptando a su hija Antígona-, llevarse a Edipo, que sigue obstinado en no irse.  Claman los del coro, llega Teseo, envía un pelotón de soldados a rescatar a la joven princesa, y, entre tanto, el coro canta al padre una oda bélica, describiendo un supuesto encuentro entre los soldados de Teseo y los de Creonte, de importancia infantilmente grande, y solo encaminada a sostener el ánimo de aquel misterioso viejo privado de sus hijas.
Ahora viene el peligro mayor: ruega Teseo y aun la misma Antígona lo insinúa, que dejen venir al hijo ingrato y le dejen hablar, ¡que quizá haga proposiciones aceptables, y que se decida conforme a lo que diga.  El coro siente toda la gravedad del momento, y como no duda de que el hijo ha de tratar de rendir al desgraciado padre con promesas de una vida feliz en su tierra tebana y en su ancestral trono, canta el famoso himno a los desengaños de la vida, solo por desilusionarle, y no porque sea el helenismo fatalista, ni Sófocles pesimista, ni porque quiera reflejar las desgracias de su propia familia en el teatro, como lo han querido interpretar tantos críticos literarios, sino solamente por el mero recurso dramático de aquellos mismos que acaban de cantar el regocijado himno de Colona y de Ática. Esta oda triste forma, por lo demás, un bello contraste con las magníficas escenas casi wagnerianas del final de la tragedia.  El cuadro que se sigue, de la plegaria de Plínice y la maldición de Edipo, es de una vis trágica sobrecogedoramente maravillosa.
Y vencido ya este punto, Sófocles dedica el resto de la tragedia a describir y hacer sentir la apoteosis de Edipo, o sea, su tránsito a mejor vida, entre el espanto de los coloniatas y la turbación de Antígona e Ismene, y las misteriosas comunicaciones con Teseo.
Una obra que culmina la ya reseñada Edipo Rey, y que ha de ser leída para mejor comprender la exquisita envergadura de la tragedia griega que nos legó su autor.