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jueves, 15 de enero de 2015

EL NOMBRE DE LA ROSA

Cuando reseñábamos La venganza de Nofret, decíamos que era una novela policíaca e histórica. La obra de Agatha Christie me llevó a la necesidad de referir otro imprescindible de mi biblioteca que calificaría de histórica y policíaca al mismo tiempo.
Me veo en la obligación de repetirme con respecto a mi reseña del Señor de los Anillos: recomiendo la lectura en versión original, mucho más eufónica y exquisita que su traducción (al menos que la traducción que obra en mi poder).  El italiano es un idioma confundidor que hace que el hispanohablante tenga la sensación de que es fácil de entender, pero es un error que se subsana cuando toca leerlo (no digamos ya hablarlo).  Los autores italianos tienen una deliciosa tendencia a ser tan exquisitos con el uso de su lengua como lo es su sociedad cuando se pone a pontificar sobre la moda y esto es de agradecer para un consumidor de literatura que va más allá de la simple narración y quiere que lo sorprendan con florituras del bello lenguaje.
Umberto Eco compone en El nombre de la rosa una novela magnífica, magistral en su estilo, exquisita en la recreación de una época nada fácil de acometer para un autor de narrativa histórica, pues el inicio del bajo medievo está lleno de trampas mortales que pueden dejar en evidencia al más audaz de los escritores (y de hecho sucede muy a menudo, tanto que uno hace ya tiempo que tiró la toalla ante las propuestas de ficción histórica medieval).
Recuperando el siempre efectivo (y efectista) recurso de los dos personajes complementarios que tan bien viene funcionando desde tiempos cervantinos, Eco hace honor a su apellido y nos trae una repercusión magistral de las voces de unos tiempos oscuros e inciertos, sorteando en su manuscrito posibles errores "de bulto" con la indiscutible sapiencia del erudito que habita en él.  De este modo, el semiólogo se manifiesta perpetuamente en casi todas las páginas y el filósofo perfila exquisitamente a los personajes, uno a uno, de una forma tan persuasiva y contundente que el lector se va viendo conducido indefectiblemente hacia el huerto laberíntico que Umberto Eco ha perpetrado para él.  Y digo laberíntico porque de laberintos va la novela: la torcida moral de los monjes y sus alambicados caracteres, los inquietantes asesinatos que evocan el Apocalipsis de San Juan y son entendidos al pie de la letra por los más crédulos personajes (es decir, todos menos Guillermo de Baskerville) desde la inevitable perspectiva del Milenarismo.  También la biblioteca, que en la novela es un personaje más, es un laberinto físico y metafísico, y ése es un gran acierto por parte del autor.  La gangrena que pudre los cimientos de la sociedad bajomedieval es la ignorancia derivada de unos monasterios que proliferaron por toda Europa y cuyo origen hay que buscar en la lluviosa Irlanda, país al que se exiliaron muchos nobles y cultos romanos con sus bibliotecas cuando los presuntos bárbaros defenestraron el Imperio en el siglo V y del que muchos libros clásicos volvieron bajo los rígidos hábitos de los monjes de clausura cuatro centurias después.  Es la ignorancia el gran peligro al que se enfrenta Guillermo de Baskerville; es la ignorancia la que conjura en la mente de su joven pupilo, Adso de Melk; es en su nombre en el que se cometen los crímenes más horribles.  Porque precisamente lo que critica Umberto Eco a través de sus personajes es la contradicción entre el concepto de biblioteca como lugar donde custodiar y preservar los libros y la intransigencia de sus propios custodes, que niegan el acceso a los volúmenes que no les resultan gratos a sus ideas reaccionarias.  Los monasterios y sus copistas, que nacieron con el fin de devolverle a Europa lo que era suyo, su patrimonio cultural clásico, acabaron convirtiéndose en una suerte de fortalezas impermeables al saber y a la cultura.
Dicho esto, la trama rotundamente policiaca de la novela, los constantes guiños a nuestros clásicos de la literatura: Guillermo de Baskerville se parece tanto al Holmes de Conan Doyle que hasta uno sospecha por qué Guillermo es de Baskerville y no de otro sitio; la resolución in extremis de situaciones imposibles por su complejidad evocan demasiado a Agatha Christie y la dualidad de Adso y su mentor, como ya ha quedado dicho, recuperan la tradición de los dos personajes masculinos que "comparten la obra"  (repárese en el detalle de que Adso, como un antiguo doctor Watson, es el que narra las hazañas de Guillermo, el Sherlock Holmes medieval).
En definitiva, con unos detalles relativamente sencillos, incluso recurrentes y a veces hasta elementales, Umberto Eco levanta en El nombre de la rosa una novela histórico-policiaca muy eficaz, bien administrada, exquisita en su lenguaje y admirable por su sencillez.  Y es que cuando una novela histórica logra trasladar al lector en el espacio y en el tiempo, eso quiere decir que los engranajes que movieron la pluma de su autor funcionaron mucho más que correctamente.