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sábado, 31 de enero de 2015

EL RUIDO Y LA FURIA, SANTUARIO y MIENTRAS AGONIZO, de William Faulkner

El Sur, en los Estados Unidos, es algo más que un ámbito geográfico: es un pasado histórico; es el fracaso de un pasado; es el recuerdo de ese fracaso y la idealización progresiva del modo de vida que con él se hundió. El Sur de los Estados Unidos es, pues, una leyenda que sus hijos han ido cultivando y enriqueciendo amorosamente durante todo el siglo XX. Una leyenda que llegó a fascinar a sus mismos enemigos, hasta el punto de hacerles compartir la nostalgia del ensoñado paraíso que con la derrota del Sur se frustró. Sería poco menos que interminable la lista de obras literarias nutridas de esa nostalgia. No es nada nuevo que el romántico recuerdo de las banderas derrotadas pueda provocar en los descendintes de los vencidos un fortalecimiento de su fe (en España lo vivimos a diario incluso hoy). Faulkner estuvo, como sus contemporáneos, por carambola de esta paradoja, del lado cómodo. Poco importa que el Sur, a lo largo de las décadas que siguieron a su derrota, enmendase los yerros que le condujeron a la misma y haya conseguido ponerse al mismo paso que el Norte que la derrotó; sus escritores siguieron reivindicando las excelencias de un modo de vida y de una cultura que opone el ruralismo a la industrialización, la tierra a la máquina, la tradición al progreso, la esencias populares a la reelaboración intelectual. Es así como se sitúa la literatura sureña del lado de la épica en un auténtico desparrame de retórica narrativa. Todas estas determinaciones son comunes a los componentes de la obra de Faulkner, quien no es solamente un hijo del Sur, sino un enamorado del Sur.
Durante la Guerra Europea, que más adelante se llamaría Primera Guerra Mundial, Faulkner, que contaba con 18 años, decide hacerse aviador porque "una guerra -como dirá por boca de cierto personaje de una de sus primeras novelas- es algo que nadie quiere perderse". Tres años después, tras un entrenamiento en Toronto, llevará a cabo su propósito, siendo destinado al frente como teniente observador de la R.A.F. canadiense (nieto de uno de los jefes del ejército sudista, había rehusado alistarse bajo las banderas de los yanquis). Sobre Francia, su avión fue derribado en dos ocasiones. Al firmarse el armisticio, Faulkner vuelve a su patria (el Sur) herido no tanto física como psicológicamente. Su juvenil sed de gloria y emociones se trocó en un amargo escepticismo, que entenebreció aún más los difíciles años de readaptación a la vida civil. Y es que Faulkner había descubierto, como actor de la contienda, los abismos insondables del horror y la abyección a que puede descender la naturaleza humana.Tal constituirá la clave de casi todas las novelas de Faulkner, que no son sino violentos aguafuertes donde quizá se recargan un tanto las sombras del instinto, de la animalidad, de la inconsciencia, pero donde los breves destellos de luz o abnegación, dispuestos sabiamente como precisos acentos de humanidad, son los que terminan por modelar el bulto vivo y dar su significación definitiva a las criaturas que en ellas se mueven.
Los primeros años de la posguerra fueron difíciles para el ex combatiente. A pesar de que en calidad de tal tenía libre acceso a la Universidad, su asistencia a las clases no era continuada. Acaso su avidez de saber se impacientaba por la parsimonia homeopática con que se administraba la pedagogía oficial. En cualquier caso, la necesidad de ganarse la vida no le permitió atender con demasiada regularidad sus estudios. Trabajó como pintor de brocha gorda y como encargado de la estafeta universitaria. En 1921 decide probar fortuna cambiando de ambiente. En Nueva Orleáns tiene la suerte de trabar amistad con Sherwood Anderson, autor que va a ser decisivo para fijar el destino del genial autor: es ahí cuando Faulkner decide hacerse escritor. Es Anderson quien le estimula a escribir su primera novela y quien interpondrá más adelante su autoridad personal para que sea publicada, sin previa lectura del manuscrito, por un editor local. Esta novela (La paga de los soldados) recoge la más cruda experiencia de su vida: la de la guerra y sus amarguras. A continuación escribe Mosquitos, un despiadado retrato de la bohemia dorada de Nueva Orleáns.  Estos dos libros no aparecerán hasta 1926 y 1927.  Entre tanto, Faulkner emprende un nuevo viaje, de estibador en un buque carguero, a Europa, tras una desdichada experiencia como dependiente en una librería de Nueva York. A su regreso a Oxford tiene la satisfacción moral de leer los elogios que la crítica dedica a sus dos primeras obras; pero como el éxito económico es precario, se ve de nuevo obligado a desempeñar las más modestas ocupaciones: carpintero, agricultor, pescador. No obstante, sigue escribiendo.
Y así es como emprende una tercera novela, El ruido y la furia, donde culmina su período de aprendizaje.
Estamos ante el relato sobre la degeneración de una rancia familia sudista contado por un idiota, "el último y podrido vástago de un linaje decrépito".  El ruido y la furia se publica en 1929, ratificando el triunfo conseguido por las anteriores novelas. Sin embargo, las estrecheces económicas continúan, por lo que el escritor decide abiertamente abordar la literatura comercial, como confiesa con valentía y honradez en el prólogo a esa tremenda crónica de crímenes, violaciones y linchamientos que es Santuario, concebida como "la más terrorífica historia que fuera capaz de idear" y realizada en tres semanas de febril trabajo.
El redactor que recibió el manuscrito le comunicó, espantado, que no se atrevía a publicarlo, porque era inevitable que si lo editaba fuesen los dos a parar a la cárcel. Fracasada esta deserción al campo del mercantilismo, Faulkner resolvió realizar un esfuerzo supremo y definitivo, volviendo a olvidarse de todo afán utilitario. Al mismo tiempo (1929) obtuvo un trabajo como ayudante de fogonero en el turno de noche de una central eléctrica. Aprovechando las horas libres de 12 a 4 de la madrugada, escribió Mientras agonizo sobre una carretilla puesta del revés y apoyada en la pared medianera de una dínamo que producía un zumbido profundo y constante. La sensación que causó al publicarse esta última, animó al editor, Smith, a emprender al impresión de Santuario. Pero cuando Faulkner recibió las galeradas, él mismo quedó tan horrorizado con su lectura que, en un gesto de pundonor profesional, decidió rehacer el texto de arriba abajo.
Así, Mientras agonizo se publicó en 1930 y al año siguiente apareció Santuario. El éxito fue clamoroso y le dio el espaldarazo pecuniario definitivo para dedicarse profesionalmente a la literatura. A partir de ahí pudo desarrollar su verborragia y estilo cáustico, estremecedor y singular, el mismo que le llevaría a obtener muy merecidamente el premio Nobel en 1949.
Sé que resulta extraña esta reseña triple basada en una biografía más que en una obra, pero a veces para comprender la calidad de un autor hay que observar primero su trasfondo y aceptar, cual es el caso, que no una sino tres obras resultan imprescindibles para entender toda la obra de un magnífico literato. Por mi parte estoy seguro de que todo aquel que lea El ruido y la furia, Santuario y Mientras agonizo (en este orden) ya frecuentará el resto de la creación de Faulkner y no saldrá defraudado en absoluto.