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viernes, 30 de enero de 2015

ELECTRA, de Sófocles

Basta para seguir fácilmente el curso de esta tragedia con que fijemos con claridad la actitud de su protagonista y la del coro de mujeres micenas. Cuando Clitemnestra, ayudada de su amante Egisto, asesinó a su esposo Agamenón, que volvía victorioso de Troya, retuvo en su casa a sus hijas Ifianasa, cuyo nombre se menciona en este drama; a Crisótemis, que toma parte activa en él, y a Electra, que es su protagonista, la cual logró alejar del hogar y salvar de una muerte cierta a su hermano menor, Orestes, posible vengador de la muerte e su padre.
Han pasado varios años, y Electra, habituada a un llanto continuo, desprovista de toda ayuda y desesperanzada de toda venganza, está tan abrazada con su dolor y tan desalentada, que ni siquiera atiende a la grave responsabilidad y males que sobre sí misma pesan, pues, según la mentalidad de aquellos tiempos, el hijo que no vengaba un crimen doméstico cargaba con las maldiciones que el culpable se merecía.
Todo el drama está consagrado a transformar este ánimo de Electra, de despachado en activo, a introducirla a hacer algo, a mostrar, con los hechos y no con meras palabras y llantos estériles, su amor al padre difunto y no menos a su hermano Orestes, desterrado al principio y luego, según noticias, muerto también. De esta labor psicológica se encarga el coro, cuyas mujeres libran una verdadera batalla contra la inercia de la princesa, desanimada, llorona e inerte.
 Actúan siempre con suma cautela (ellas son mujeres y Electra una joven), hablan al principio por insinuaciones y luego con más claridad y en algún momento con franqueza y ardor, y siguen todas las oscilaciones del indeciso corazón de la protagonista. Por fin logran verla decidida a poner en ejecución los atrevidos planes que se le proponen: dar muerte a Egisto. Es en ese momento cuando, traído con arte maravilloso por el poeta, aparece el mismo Orestes en persona, y juntos los dos hermanos realizan la venganza exigida por los dioses en castigo del antiguo crimen, y dando muerte así, no a uno, sino a los dos culpables, a Clitemnestra y a Egisto, liberan por fin a aquella familia de la maldición que sobre ella viene pesando desde tiempos muy remotos.
Una delicia, vamos.