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lunes, 26 de enero de 2015

LOS GRANDES PENSADORES, de Rudolf Eucken


Para los que vivimos en la cronosfera, el conocimiento escatológico de la inevitabilidad de la muerte siempre ha supuesto un problema. La necesidad de trascendencia es en el género humano un hecho que se remonta al Paleolítico, cuando ya se enterraba a los occisos con un ajuar funerario y un poco de maquillaje mineral para que conservasen el buen color en un impreciso y algo más que incierto y difuso más allá.   Personalmente siempre me ha preocupado más la muerte de los seres queridos que la propia, tal vez porque nací y crecí en el seno de una familia totalmente ajena a cualquier religión concreta pero con miembros de distintos credos. Resulta curioso que en los albores del siglo XXI el alcance del dogmatismo haya llegado a tales extremos que, fanatismos aparte (pues extremos hay en todas las cuerdas, pues si no no serían cuerdas), todavía hoy haya ateos que piensen que un creyente es una especie de cándido supersticioso y creyentes que opinen que los ateos no tienen espiritualidad sino que se dedican a vagar por una "tierra moral de nadie" en la que se entregan ciegamente a los placeres terrenales aun a riesgo de poner en peligro la eternidad de sus almas. Al menos los fieles opinan que sus contrarios tienen alma, mientras que muchos ateos piensan que la gente piadosa es sencillamente tonta. Esto ocurre y es lamentable, y tal vez si frecuentásemos la filosofía podríamos concluir que existen más sinergias y puntos en común que discrepancias por la sencilla razón de que todos somos efímeros seres pensantes (presuntamente inteligentes) y hasta el más iluso o el más rotundo tienen sus más y sus menos ante el espectáculo de la muerte, que es el más democrático e igualitario de todos, pues no hace distingos.
Quizás nuestra ideología carece de la suficiente unidad interior que pueda dar cohesión a nuestros esfuerzos por enfrentarnos a las preguntas metafísicas que nos abordan a diario. El estado de la religión es, desde hace veinte siglos, confuso y conflictivo, y el materialismo, que hace que el problema económico se anteponga a todos los demás, tampoco ayuda mucho. La vida espiritual ha de ser necesariamente la culminación de la física. Ahora bien, en apariencia todo desenvolvimiento de la vida espiritual tiene un carácter religioso. ¿Por qué permitimos que las religiones la monopolicen? ¿Acaso la idea de la espiritualidad humana ha de estar obligatoriamente vinculada al concepto de Dios? La crisis contemporánea de valores obedece precisamente al carácter excluyente de las religiones, que asumen de modo incuestionable el hecho de que para que un hombre tenga vida espiritual ha de profesar un credo.
Es en este punto donde se me antoja interesantísimo leer a Eucken, un filósofo cristiano (que no teólogo) que quiso comprender y hacer asequible la espiritualidad universal arrimando, sí, el ascua a su sardina, pero con un absoluto respeto y reconocimiento hacia todas las demás opciones. Él mismo reconoce en su obra que lo que conocemos como vida interior es ya vida espiritual y que no procede de Dios, sino de estímulos externos. La mente humana es, para Rudolf Eucken, creadora e inquieta y hace evaluaciones experimentales teóricas (del saber), prácticas (del hacer) y hasta semánticas (del decir y el expresar). Si el pensamiento espiritual es lo que une al ser humano ¿qué es lo que nos separa? La concepción religiosa hizo de Dios el principal soporte de la vida, pues en ella reside el centro dominante de la religión y no en los hombres y sus necesidades, y Eucken reconoce que eso es un craso error. El autor anuncia claramente, por experiencia diaria, a cuántas dudas está expuesta la idea de Dios. Su entronización ya no es una creencia natural del hombre moderno, sino un problema que hace que su afirmación requiera una escrupulosa fundamentación ideológica.
En Los grandes pensadores, Eucken hace un recorrido exhaustivo por la historia de la religiosidad con una claridad y una brillantez encomiables. Afirma el filósofo que el hombre viene al mundo frente a la Naturaleza física y en convivencia con sus semejantes. Añade que a través del orden moral el hombre se eleva por encima de lo mundano, valorando la dignidad de su propia existencia; y asegura que de esta forma va idealizando el mundo dentro de su propia cultura. Dicho de otro modo: concebimos a Dios de modo analógico, influidos por nuestro antropomorfismo. Por eso los dioses primitivos y luego los clásicos (mal llamados "paganos") eran humanoides caprichosos dotados de facultades extraordinarias y ajenos a la muerte pero ante todo muy vinculados a la naturaleza en estado puro. Pero conforme el ser humano progresó hacia la civilización a través de las diversas direcciones que le ofreció la cultura y los valores sociales que fueron encarnándose, el orden moral y jurídico se sofisticó en una inevitable tendencia hacia el monoteísmo y la religiosidad. Mucho de lo que tenemos ahora como creyentes o como ateos procede, sí, de los órdenes jerárquicos que, desde el Neolítico, fueron propiciando la desigualdad entre los individuos. Las tensiones sociales hicieron el resto.
Lo que el Cristianismo o el Islam hacen en la cultura humana es provocar un punto de inflexión añadiendo un nuevo dilema: la posible comunicación directa entre Dios y sus criaturas, generalmente con intermediarios (el intermediario es un concepto muy semita que el judeocristianismo contagió al Islam). Y ahí, según Eucken, se desarrolla hasta límites insospechados la facultad que más vincula a las almas entre sí y con su Dios: la fe. Y es que el Cristianismo está convencido de que la ciencia no puede por sí sola cerciorar a las almas de la presencia viva de Dios.
Rudolf Eucken expresa y desarrolla su pensamiento profundo y reflexivo en Los grandes pensadores, una obra que a mí se me antoja la puerta perfecta para acceder al riquísimo pensamiento de su autor, quien, debido al interés que su trabajo despertó en la universidad de Uppsala, cuyos profesores quedaron profundamente conmovidos por los indudables valores de la labor filosófica de su colega de Jena, acabó arrebatándole el Premio Nobel de Literatura de1908 a la novelista sueca Shelma Lagerlöf, que se tuvo que esperar al año siguiente para recibirlo.
Eucken no es precisamente un literato, pero sí uno de los filósofos más distinguidos de su tiempo y de los que más han influido en el pensamiento contemporáneo como representante del idealismo y la esperanza en una humanidad mucho más unida que la actual y para nada segregada por cuestiones religiosas en un mundo moderno y globalizado como el que ya se auguraba en los albores del siglo XX. Léanlo y luego me cuentan.