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lunes, 8 de junio de 2015

RASPUTIN: EL CAMPESINO SIBERIANO QUE ACABÓ CON UN IMPERIO

Rasputín era un campesino analfabeto que nació en un pequeñísimo pueblo de Siberia. Ya de joven se sabía distinto del resto de la gente. Quería salir de allí, pero le faltaban medios económicos y culturales para abandonar la aldea que le vio nacer.
En aquella época existían unos peregrinos que iban de pueblo en pueblo mendigando pan y colchón a cambio de contarle a los lugareños las historias del mundo. Estos peregrinos recalaron en la aldea y nuestro personaje comprendió muy pronto que a estos hombres se les escuchaba, se les abrían las puertas y todo el mundo se congregaba en torno a ellos para escuchar sus historias. Quería ser uno de ellos.
Entonces decidió abandonarlo todo: a su mujer, a sus hijos, el pedazo de tierra que cultivaba para sobrevivir... ¡todo! Y se unió a los peregrinos y caminó con ellos cientos, miles de kilómetros desde la estepa rusa hacia occidente.
Lo que menos le gustaba a Rasputín del peregrinaje era la castidad y la abstinencia etílica, pero no tardaría en encontrar una solución. Recaló en un monasterio muy singular: en él se acogían presos. Los presidiarios de la zona tenían dos opciones: o ir a la cárcel o acabar en aquel sitio a ver si se enmendaban. Rasputín se quedó con ellos. Nuestro singular personaje descubrió allí que una serie de presos habían conseguido crear un culto religioso a su medida, un credo que promulgaba que cuanto más pecador y más bajo caía el individuo, tanto más alto se elevaba su alma hacia Dios.
Cabe destacar que Rasputín nunca llegó a ordenarse sacerdote por dos motivos: no sabía leer ni escribir y era absolutamente incapaz de aprenderse los textos sagrados. A modo de anécdota diremos que sólo sabía contar hasta cien. Era, en definitiva, un hombre muy limitado, pero que se daba cuenta de que era capaz de desconcertar a la gente y de ser extraordinariamente persuasivo; y esto lo explotó hasta las últimas consecuencias. Así fue como Rasputín llegó a San Petersburgo.
La aristocracia rusa se concentraba en aquella ciudad. Había perdido su identidad nacional (hablaban todos en francés, vestían a la moda de París y decoraban sus lujosas mansiones con muebles franceses). Hablamos de una aristocracia aburrida, ociosa, que había caído en la rutina y que estaba ansiosa de novedades. Por aquellos tiempos, en los que ya estaban de moda el espiritismo y las artes oscuras, Rasputín, que entró en sociedad nada menos que a través del primo del zar, supuso toda una novedad por su capacidad provocadora.
¿Cómo provocaba Rasputín? De muchas formas.
En primer lugar hablaremos de su luenga barba. Los rusos antes se dejaban la barba muy larga para parecerse a Jesucristo, pero Pedro el Grande, que había quedado fascinado con las modas francesas, decidió que aquello era una guarrería y obligó a los varones a afeitarse o, al menos, a llevar las barbas pulcramente recortadas. Esto le supuso grandes enfrentamientos con el Santo Sínodo y la cosa quedó en que todos se cortarían la barba excepto los monjes y los campesinos siberianos. Rasputín era ambas cosas. Pero es que la barba de Rasputín daba mucho de sí. No sólo la llevaba por el ombligo, es que además solía dejarse en ella pegada comida del día anterior. Era un hombre bastante marrano. Todo lo que tenía de guarro, lo tenia de provocador. No se lavaba las manos ni siquiera antes de comer. Cuando era invitado a una cena de gala entre aristócratas, solía introducir sus dedos mugrientos en la sopa y ofrecérselos a la señora que tenía sentada al lado mientras le pedía que se los chupara. Estas ocurrencias divertían mucho a la aristocracia y solían utilizarle como un modelo de exhibición y divertimento. 
Como el monje era consciente de su absoluta falta de cultura y sabía que en las fiestas era el centro de atención de todos, encontró un medio de hacer creer que estaba especialmente dotado intelectualmente: no acababa las frases. La artimaña surtió efecto: la gente quedaba atónita ante aquel larguirucho de penetrantes ojos azules que se dejaba las frases a medias y muy pronto corrió la voz de que era un hombre inteligentísimo y sabio a más no poder.
Pero ¿cómo llegó Rasputín a Palacio?
Pues no fue a través del primo del Zar, ni mucho menos, sino merced a una serie de factores desafortunados y bastante chocantes.
Alejandra, la zarina, era una mujer que se había casado por amor con Nicolás II. Adoraba a su esposo. Ambos se necesitaban mucho: todo lo pusilánime que era el marido se veía compensado por la fortaleza de carácter de la esposa; de hecho era ella la que llevaba las riendas en la Corte. El problema es que los rusos no la aceptaban. En ella veían a una provinciana extranjera (era alemana) que no estaba a la altura de compartir el trono del imperio más poderoso de la Tierra. Además, se encontró con una aguerrida suegra que le hizo una auténtica guerra fría desde el primer momento en que pisó San Petersburgo. Y Alejandra, en lugar de ganarse a la gente, optó por recluirse cada vez más. Llegó incluso a persuadir a su marido para abandonar el Palacio de Invierno y hacerse un chalé en las afueras de la ciudad, donde vivir todos alejados de la aristocracia. Y allí fue donde ella se refugió en Dios de una manera absolutamente exagerada (pasaba horas rezando de rodillas rodeada de velas, hacía penitencia por medio de castigos corporales, etc...). ¿Por qué se comportaba así? Bien, pues porque Alejandra muy pronto se quedó embarazada de su marido y dio a luz una preciosa niña. Luego trajo otra niña al mundo. Tras el tercer parto, el bebé también era una niña... ¡No había manera de darle al zar un heredero varón! 
Visto que la expiación no funcionaba, Alejandra se vio tentada por ponerse en manos de curanderos y espiritistas que le costaron una fortuna. Llegó a traer desde Lyon a un carnicero, un tal Phillipe, del que se afirmaba que poseía unos poderes prodigiosos (y los tenía: logró persuadir a muchos aristócratas de San Petersburgo de que podía volverlos invisibles y éstos se paseaban por las calles de la ciudad absolutamente convencidos de que nadie los veía). Gracias a la intercesión del tal Phillipe, la zarina perdió la regla, comenzó a tener náuseas y su vientre creció... Alejandra tuvo lo que ahora llamamos "un embarazo psicológico". ¡Mecachis! Vuelta a empezar y encima convertida en el hazmerreír de la alta sociedad, que ya no tenía ninguna duda de que aquella provinciana alemana estaba mal de la cabeza. La zarina se puso de nuevo en manos de Dios... y al final tuvo el ansiado hijo varón. ¡Oh, felicidad! Lástima que fuese hemofílico y que cualquier pequeño golpe le pudiese provocar una fatal hemorragia interna o cualquier rasguño desangrarlo.
Alejandra estaba absolutamente devastada por el dolor. No sabía qué hacer. El niño era tan enfermizo que en varias ocasiones hubo que suministrarle la extrema unción. Permanecía las 24 horas vigilado por dos guardias de la Marina Imperial. La madre estaba en una agonía continua porque sabía que la vida de su hijo estaba permanentemente en peligro. ¿Podría encontrar alguna curación?
Fue entonces cuando le hablaron de Rasputín. 
Ella, escarmentada por los charlatanes que le habían estado tomando el pelo, era reticente a recibir al monje. Sin embargo le aseguraron que en esta ocasión no tenía nada que perder, pues Rasputín no pediría nada a cambio. Así que finalmente accedió.
La entrada de Rasputín en escena no pudo ser más espectacular. Se personó ante los zares, les regaló un pequeño icono llamándoles "papá y mamá" (y así lo haría hasta el final) y les pidió inmediatamente si podía ir a rezar frente a la cuna del zarévich para rogar a Dios por su curación.
Los zares se quedaron estupefactos: la enfermedad del niño era un secreto de Estado. Muy pocos tenían noticia de su hemofilia. Rasputín había sido invitado sin advertirle del motivo... ¿Cómo podía ser? (ahora sabemos que se enteró por la filtración de un empleado de la casa). El caso es que la pareja imperial accedió al ruego y Rasputín fue llevado ante el niño, se arrodilló frente a él y rezó. Luego se fue. Así, sin más y casi sin despedirse.
No mucho tiempo después el monje fue llamado de nuevo a la Corte. El niño había empeorado. Los médicos y cuidadores no paraban de mover su cuerpecito para explorarle... y nada. Cuando llegó, Rasputín hizo justo lo contrario que los demás: no tocó al niño. Se postró de rodillas a su lado y rezó y rezó y siguió rezando (¿qué iba a hacer?). Hoy sabemos que para un hemofílico el nerviosismo es fatal. Rasputín, por ignorancia, por suerte o porque no podía hacer otra cosa, le aportó al zarévich lo que más necesitaba: paz, tranquilidad y sosiego. Al día siguiente el niño había mejorado y estaba sentado en su cama con ganas de jugar.
La zarina ya no tenía ninguna duda: Rasputín era un elegido de Dios. A partir de ese instante, se le confiaron al monje todas las decisiones de la política rusa. Cada decisión de Estado pasaba antes por el advenedizo y estrafalario monje que acabó, de facto, gobernando la nación más poderosa del mundo. Y mientras tanto el pueblo, sumido en la miseria, muriéndose de frío y de hambre.
Algunos aristócratas y, sobre todo, parte de la burguesía, decidieron que había que eliminar como fuese a Rasputín pues se había convertido en un peligro para la nación. Alguien tenía que matarlo... pero ¿quién lo haría? El elegido sería Yusupov, un primo del zar.
¿Y quién era el tal Yusupov? Pues, además del segundo hombre más rico de Rusia, resultaba el menos sospechoso para llevar a cabo el crimen. Se trataba de un homosexual refinado y culto que había estudiado en Oxford y no había empuñado un arma en su vida. El señuelo sería su esposa.
Rasputín recibió una invitación para conocer a Irina, una mujer bellísima, que precisaba de sus servicios. Los servicios de Rasputín con las mujeres eran muy simples: se acostaba con ellas. La alta sociedad estaba tan aburrida y era tan decadente que encontraba de lo más normal esta práctica con el monje sanador (de hecho las mujeres hacían cola por mantener relaciones sexuales con Rasputín y sus maridos lo veían con muy buenos ojos porque era un hombre santo).
Y al palacio de Yusupov llegó entusiasmado el monje con su barba larguísima pensando en las delicias que le esperaban, pero se le dijo que la tal Irina no estaba visible todavía, que esperase. Y le ofrecieron unos pasteles (Rasputín era un goloso de campeonato). Los pasteles, como sabréis, habían sido envenenados previamente por un doctor amigo de Yusupov que estaba en el ajo. Se conoce que la dosis de veneno no era la adecuada o que los desproporcionados excesos del monje, que había pasado ya por varios comas etílicos, habían dejado su organismo a prueba de bomba, como a Mitríades. Hubo que recurrir a las pistolas. 
Y allí tenemos al príncipe y a los otros conjurados disparándole mal, hiriéndolo en las piernas, en un brazo y al monje retorciéndose de dolor, maldiciendo y asegurando que se lo iba a contar todo a la zarina. Hay mucho mito en torno a la presunta inmortalidad de Rasputín, pero debemos tener en cuenta que sus ejecutores eran gente delicada, nada agresiva y que no sabían ni a dónde apuntar. Al final, arrojaron su cuerpo malherido al río y el fresquito de sus aguas hizo lo que ellos no pudieron: el cadáver del monje fue hallado poco después flotando cauce abajo.
Ese fue el fin de Rasputín, pero llegó demasiado tarde. No mucho después el Ejército Rojo apresaría a la familia imperial y, tras retenerlos durante algún tiempo, perpetrarían contra ellos una auténtica masacre.
Y aquí acaba esta historia de la Historia, singular y tragicómica, que acabaría convertida en un tema musical y discotequero de finales de los 70. Espero que os haya entretenido.