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domingo, 15 de noviembre de 2015

CONDESCENDING WONKA O EL SACRAMENTO DE LA ATROCIDAD

El arcano 22 del Tarot de Marsella nos muestra un hombre joven vestido como un bufón. Dicen de él que es un peregrino o un vagabundo que busca un lugar donde encajar. Porta en su eterno viaje un saco a la espalda; un saco donde algunos estudiosos aseguran que guarda todos sus dolores y pesares. También lleva un bastón en forma de rama que le conecta con la tierra que pisa. Hay un detalle curioso que nunca se ha explicado satisfactoriamente: un fiero perro le muerde, le ataca y le rasga las vestiduras; ¿es acaso la rabia?
El arcano 22 del Tarot de Marsella es el Loco.
En la Historia de la Humanidad, hemos pasado de ser locos masivos a ser locos individuales. Estamos tan adocenados que ya no necesitamos que nadie nos enseñe a superarnos en nuestras tonterías, pues hemos aprendido a alimentar nuestra propia idiocia solitos. Los miedos ya ni siquiera son los atávicos, hasta tal punto nos hemos embrutecido. Y a Dios ni se le espera. 
Hablo de las redes sociales, esa párvula herramienta concebida como un medio globalizador de conciencias y que ha acabado en fiasco; esa vitualla de nuestro ego que nos deja siempre con más hambre de figurar; esa piruleta dulzarrona y adictiva que diabetiza nuestros egos al mismo tiempo que cimenta nuestras frustraciones y saca otras que antes ni siquiera teníamos. Las redes sociales, sí, son las distintas provincias del País de la Piruleta y en ellas hemos levantado nuestros altares paganos para celebrar a diario el sacramento de la atrocidad y el Candy Crush. Me refiero a los vehementes opinadores de la ignorancia que en lugar de aprovechar su inteligencia para echar agua con el fin de apagar el fuego, persisten en echarle fuego al agua para ver si así la apagan. ¿Qué terrible complejo de superioridad les ha picado a algunos, que incluso ven idiotas a todos los que no comparten sus ideas? Autodesmitifiquémonos, señoras y señores.
Esa cosa tan española de los caprichos instantáneos nos está ofreciendo una vez más un lamentable panorama sobre la capacidad intelectual reinante. Y es que hemos encontrado algo que es para nosotros como una religión, como aprender a respirar otra vez: las redes sociales y la posibilidad camaleónica de escondernos tras un avatar para idealizarnos a nosotros mismos y templar las frustraciones metabólicas de nuestro instinto sintiéndonos monos pensantes.
Vivimos tiempos de zozobra. Tiempos que hace cuatro lustros eran previsibles, pero que al parecer todos los listos de las redes no supieron adelantar para ponerse ellos mismos a resguardo.
Me viene a la cabeza una anécdota patética que se remonta al mes de septiembre del año 2001: un hombre de mediana edad, profesional de la docencia, padre de familia y con las mismas taras y virtudes que cualquier ciudadano de a pie hacía la siguiente reflexión sobre el atentado de las Torres Gemelas: "Yo me alegro. Ya era hora que los americanos probasen su propia medicina. Les está muy bien empleado". Este señor medía las dosis de pastillas salutíferas de una nación por sus cadáveres. Este señor ya habitaba en el mundo condescendiente de la fábrica de chocolate antes de que existiesen el guasap, el féisbuc y el tuiter. Este señor era un imbécil con balcón y trienios acumulados. Este señor era, en fin, otro más.
Luego llegaron los atentados de Atocha, y claro, la culpa fue de España por haberse metido en una guerra ilegal y en un sitio en el que no se le había perdido nada (que se lo expliquen a las familias de los que iban aquella mañana a la Fácul o al trabajo en los trenes-cercanías). Argumento simplista: qué fácil es gobernar para los que no gobiernan. Aun a sabiendas de que por estas dos últimas frases ya me acabo de adjudicar la etiqueta de "facha" (qué desgastada está esa palabra en las Españas y qué devaluada por los que la eructan), sí que me apetece hacer un par de puntualizaciones nada retóricas.
En España hemos vivido durante más de tres décadas la lacra del terrorismo de ETA. Nuestra memoria es muy corta, pero yo todavía recuerdo cómo en los años ochenta, cuando descerrajaban un tiro en la cabeza de un concejal de pueblo, de un policía de aldea, de un transeúnte que por allí pasaba o de un profesor de universidad saliendo del trabajo, siempre había alguien en ciertas latitudes de nuestra geografía que afirmaba: "algo habrá hecho". Y yo siempre me pregunté qué habían hecho, ¿Qué hay que hacer para merecer un ajusticiamiento por la espalda?. Me preguntaré siempre qué hizo Irene Villa y, además de la compra, qué hicieron las víctimas achicharradas por los etarras en el Hipercor de Barcelona. Parece mentira que sea precisamente en España donde carguemos el arma de nuestras reflexiones con las postas de determinados axiomas infantiles, simplistas y, por encima de todo, idiotas. Que no sepamos nuestra Historia tiene un pase porque cuatro décadas de sistemas educativos nefastos (con la colaboración necesaria de los funcionarios de la cosa) tienen necesariamente que surtir efecto. Pero lo del lavado de memoria... eso no tiene perdón. ¿Algo habíamos hecho los españoles para que nos volasen por los aires en Arturo Soria con un coche bomba? Ah, vale, pues entonces vamos a seguir con el argumento y a ver a dónde nos lleva. 
Hay gente que cuando abre la boca para hablar parece que le truenan los ventisqueros de las nalgas. Es inútil entrar en razón con ellos. En estos tiempos en los que los medios de comunicación no tienen oyentes-lectores-televidentes sino afiliados, el esfuerzo no merece la pena. Hace escasas jornadas, un pollo de mi misma edad me explicaba meticulosamente y con todo lujo de razones la antigüedad de un territorio que conozco bien y su supremacía sobre el resto debido a que fue el primer estado parlamentario de Europa. Yo me encogí de hombros y le respondí: "Oye, ¿sabías que el Parlamento de León nació en el siglo XI, cincuenta años antes que el británico, para controlar el gasto público y para evitar que el poder político no gastase lo que no tenía?". Obviamente, mi interlocutor me miró como si me hubiese sacado un bacalao del bolsillo de la chaqueta. Pero el que estaba equivocado, lo admito, era yo: no tiene sentido hablar para que la gente no te entienda.
Sin embargo, lo que está fuera de toda duda es que la incultura produce ignorancia, la ignorancia lleva al sentimiento de inferioridad y éste, irremisiblemente, al miedo. Eso y que todos ellos juntos conducen al odio, que es un aliento muy fuerte; tanto que hasta nos da fuerzas para andar. Cuando, a raíz de los cruentos atentados terroristas de París, contemplo cómo las redes sociales se llenan de personajes que cuestionan la actitud meramente educada y solidaria de quienes tratamos de compartir su luto y solidarizarnos con el sufrimiento de sus ciudadanos (que son conciudadanos nuestros), y argumentan sus postulados haciendo comparanzas con Siria, Palestina, la guerra de Irak y otros batiburrillos de informaciones inconexas, uno siente lástima por el grado de desidia que hemos alcanzado. El mensaje subliminal, claro es, indica que si Francia ha sido atacada es porque ésta a su vez atacó al Estado Islámico. Añaden que si el Estado Islámico existe, esto se debe a que fue creado como respuesta a la desidia perpetrada por países occidentales (entre ellos España) en su territorio. "Su territorio", curiosa expresión cuando procede de unos europeos que durante dos siglos utilizaron África y Oriente Medio como un pazo en el cual hacían y deshacían a su antojo, ponían y quitaban y perpetraban toda serie de desmanes. ¿A quién pertenece un territorio? ¿Cómo podemos ser tan condescendientes con nosotros mismos para intentar tener la conciencia tranquila? Y, sobre todo, ¿qué canastos tiene eso que ver con los muertos de Hipercor, del Charlie Hebdo o de la sala de fiestas de París?
Las redes sociales dichosas... ¿pensamos o nos piensan? He ahí la cuestión.
Hagamos memoria. Prometo no irme a la Guerra del Opio ni al Congo Belga, pues sería inútil. Vayámonos a los años 80 del siglo XX. ¿Alguien recuerda cómo se acabó con el Apartheid en Suráfrica? ¿Alguien guarda memoria de cuál fue el punto de inflexión que provocó el boicot a los productos de ese país por parte de Inglaterra? ¿A que no? Preguntar esto sería como interrogarnos sobre qué fue de aquellos bidones de residuos nucleares que eran arrojados a las aguas del Atlántico y que allí siguen, debajo de los bancos de bacalao y de los dulces cetáceos, soltando quizás una radioactividad que nos está atrofiando el cerebro. De aquello sólo guardamos una memoria colectiva: que Greenpeace existe y que hay que proteger el medio ambiente. Y nos sentimos muy concienciados, ufanos y pimpantes, muy concienciados, vaya; tanto que todos tenemos aire acondicionado en casa, aspiramos a un vehículo de mayor cilindrada y poseemos un montón de cachivaches que funcionan con pilas de litio (ese litio que viene de Afganistán).
¿Pensamos o nos piensan en este mundo de la piruleta condescendiente?
Hay quien dirá que ahora el condescendiente y resabiado soy yo. Nada más lejos. Estoy planteando una pregunta en voz alta. Yo soy el primero que a veces me pregunto si todas las ideas, creencias, hábitos y deseos que habitan mi cerebro se han originado realmente allí o los ha plantado alguien para guiar mis pensamientos del modo que mejor se acomoden a sus intereses. Y es que, el problema de las creencias es que están muy vinculadas a los sentimientos. Para mí mismo soy un misterio, por lo tanto este artículo es sólo una reflexión y si estoy resultando prepotente, pues pido disculpas.
Yo, lo admito, he cambiado varias veces de ideas a lo largo de mi vida. No soy el mismo que hace veinte años, no tengo las mismas convicciones que hace cinco y, desde luego, he cambiado mucho en los últimos doce meses. Por eso me sorprende que de repente haya tanta gente que sepa tanto de Palestina, del Sáhara, de África, de Golfo Pérsico y de tantos lugares. Me sorprende especialmente porque yo dedico muchas horas al día a estudiar la historia y tardo muchísimo tiempo en llegar a mis propias conclusiones. ¿Acaso discurrir sea precisamente mi error? Ahora lo que toca es atiborrarse con la información que nos echan al comedero para confundirla con nuestro propio criterio.
¿Quién necesita discurrir sobre la realidad?
¿Quién precisa discurrir sobre la fina línea que separa el genio de la locura?
Quizás recuperar los ecos de los hombres que fuimos o que un día aspiramos a ser sea una quimera inalcanzable. Pero lo inalcanzable simboliza un desafío, no un obstáculo. Deberíamos intentarlo. Pero para eso tenemos que ser aprendices de nosotros mismos y dejar de ser cómplices de lo que nos pasa. Y es que por la vida hay que ir dejando huellas, no cicatrices.
Tal vez en el fondo todos nos hayamos convertido ya en el vigésimo segundo arcano de nuestro propio Tarot.
Por cierto: mientras el lector canta el umpa-lumpa, recomiendo que se informe sobre el mensaje fonético que contiene la expresión "Condescending Willy Wonka".