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viernes, 6 de noviembre de 2015

EL PECADO DE LA CARNE

Dicen ahora los herejes posmodernos que vamos a morir horriblemente por comer carne y que hay que darle gusto al paladar mascando insectos, larvas o exquisitas orugas antes de su fase capulla, y que ya ni la dieta mediterránea nos va a redimir de nuestros muchos pecados. Señores, seriedad. En un mundo en el que más de la mitad de sus habitantes no saben si tendrán algo que llevarse al estómago mañana es un insulto que los mismos que regularon el proceso industrial de la comida ahora la anatematicen, que aquéllos que han facilitado que en nuestros supermercados todo, absolutamente todo, haya tenido que ver con un laboratorio antes que con la madre Tierra, nos vengan con doctrinas y amenazas de excomunión y cáncer.
Opino que desde la Última Cena hasta nuestros días hay que hacer un examen de conciencia antes de sentarse a la mesa. Y no bromeo. En Europa en general y en España en particular hemos pasado mucha hambre secularmente y el condumio merece un respeto reverencial, casi místico: el mismo que le tuvieron los pintores barrocos, que fueron los pintores del hambre. Por eso creo que entre unos y otros evangelistas posmodernos, la cosa está pasando de castaño oscuro.
A mí la cocina innovadora de las estrellas Michelín no me atrae en absoluto y me parece incluso pedante y, por pedante, vulgar; pero de ahí a que me inviten a comer insectos "por mi bien" media un abismo. Eso o que me digan que no puedo catar cordero porque es un crimen comparable a matar un niño para la antropofagia. Y me explico. Me tengo por lo suficiente viajado como para concluir que en la cocina no caben diálogos y hay que atenerse muy bien a la letra, a la santidad y veracidad de las recetas probadas, pues creo que innovar en un plato es las más de las veces como añadirle pinceladas a un Velázquez. No me vengan ustedes con insectos ni con proteínas vegetales (oxímoron).
Yo soy el primero que rechaza la carne procesada. Yo soy el primero que repudia los dislates perpetrados por nuestra sociedad mecanicista con todo lo que ha de acabar en nuestra boca. Me dan lástima esos pollos de las granjas racionalizadas que no conocen el placer de dormir bajo las alas de la clueca y engordan a marchas forzadas en un ambiente restringido, iluminados con luz artificial, cuyos machos no saben si hay sol o no, y si no lo saben ¿para qué quieren aprender las notas del quiquiriquí? Las hembras gallináceas, transformadas en máquinas de poner huevos, también me dan mucha pena pues no tienen la alegría de conocer con su pecho maternal la puesta.
Y piensa uno que cuando organismos tan caros de mantener como la Organización Mundial de la Salud, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo hacen sus comunicados, éstos deberían ser leídos en los telediarios con música de Henry Mancini de fondo. Como mínimo. ¿Cómo pueden tener el valor de pasarse décadas bendiciendo el procesamiento de los alimentos y su adulteración con todo tipo de porquerías para acabar concluyendo que todo ha sido un error, que la comida no es buena y que mejor será un salteado de grillos?  Todavía recuerdo esa normativa europea de los años 80 que establecía qué cantidad de pus puede contener un litro de leche pasteurizada. Sí, queridos, como las pobres reses están ahora las 24 horas del día enganchadas a las máquinas ordeñadoras, las mastitis están a la orden del día, que las vacas viven en un ¡ay! de dolor porque no soportan el ardor de sus pezones y hasta se marean; y lo que compráis tiene un porcentaje LEGAL Y APROBADO de pus y antibióticos a partes iguales: por eso la mantequilla, el yogur, el queso y la propia leche no saben como antes (quien no me crea, que googlée). Y mientras las mamás le dan a sus hijos pus con cola-cao para su desayuno y merienda ideal, ahí andan los de la OMS justificándose el sueldo y diciendo que eso de comer morcilla de Burgos como que no. Ahora lo cool va a ser freír grillos en cancerígeno aceite de palma, que es el que llevan casi todas las comidas precocinadas que tenemos en el congelador para no tomarnos la molestia de pelar, cortar, pochar y servir.
El pecado de la carne... Tiene narices la cosa. El pecado de la carne y el pecado de la mesa en general es que la gente se muera de hambre. Eso sí que es pecado. Como pecado es la carne de vivero y la de granja mecanicista.
Generacionalmente yo todavía he conocido esas reses de antaño que pasaban el día en libertad, en un ambiente que se correspondía con sus instintos y sus necesidades. El gallo andaba libre, como un príncipe loco y morganático sobre el que ondeaba la cresta coronada como una bandera de guerra, y nadie osaba discutirle que el sol salía para oír su canto. Pero su fin estaba descontado: el cuchillo.
También he conocido el capón, ese gallo desvirilizado y bien nutrido al calor de los meses invernales que luego acababa asado el día de Navidad y se repartía muslos, pechuga, alas y obispillo. El obispillo del ave está encima justo de la cola: es la dorada mitra de su nalgario. 
Sí, ya lo creo, la comida es un asunto importante. Un fracaso coquinario equivale a un fallo en el meollo mismo de la civilización occidental cristiana. ¿Quién soy yo para afirmar esto? Nadie, lo admito: sólo poseo la autoridad del probador. Sin embargo me da que de comer algo sé porque también sé lo que es querer comer y no poder. Desgraciado aquel que solamente conoce la cocina nativa e ingenua, pero desgraciado también quien profesa exclusivamente en la internacional y exótica, ignorando el sabor de la propia.
Nuestra cocina está cuajada de estupendas y melancólicas historias que no estaría mal recordar de vez en cuando. Son historias estupendas que nos definen como pueblo, como civilización, casi como gens europea. Se me vienen a la cabeza las Tierras Altas de Escocia, esas tierras verdes de pastores y su carnero asado, sus salmones del Clyde y las mermeladas de Dundee, que fueron los tres pilares de la cocina de los Estuardos. Y en la misma Escocia los monjes de Rieval del Yorkshire fueron los que llevaron al país las dos grandes recetas de su abadía, a saber el cocimiento del jamón y el lomo de venado mechado. Y sin salir del país tenemos a los agustinos de Holy Rood, que eran maestros queseros y elaboraban quesos duros y salados que llegaron a salvarse cuando las iras reformistas. En las ruinas del castillo de Holy Rood vagó el fantasma de María Estuardo y pasó sus melancolías de desterrado Carlos X, el último borbón de Francia, mientras comía pasteles de pescado. Los 219 condes y barones palatinos del Rhin, que vivían en sus feudos desde Basilea a Tréveris, se dedicaban a la cinegética y no tenían el buen paladar y la mucha etiqueta de los Papas de Aviñón. Eran amigos del venado, del pato y de la carne de jabalí con castañas, que es plato primitivo y bárbaro que precisa de mucho remojo de vino. De vinos hablaremos al final.
Los germanos siempre fueron gente de mucha comida con mala grasa para la que todo compango era bueno, por eso nuestros emperadores comieron mucho, comieron como emperadores, y acabaron todos gotosos y diabéticos. Nuestros Austrias, sin ir más lejos, bajaban las grasas con vino de San Martín de Valdeiglesias, que fue el caldo de la gota y las ensoñaciones políticas del conde-duque de Olivares.
¿Qué tenía la cinegética para ser tan apreciada? El corzo galopa alegre por los bosques, y cuando el cazador lo cobra y el venado va a la cocina, se come entonces una carne penetrada de todos los aromas y sabores del bosque. La cocina del corzo tuvo una capitanía indiscutible: Blois. Fue por ello el plato de los grandes Borbones y se preparaba con secretos antiguos y mucha liturgia.
Por su parte, los flamencos fueron muy dados a leer libros de moral, a inventar costumbres y a retratar sus alacenas. Cantaban, comían, bebían y reflexionaban en endecasílabos sobre lo perecedero de la vida y se declaraban comedores de queso, bebedores de cerveza y amadores de mujeres orondas.
Y mientras los protestantes decoraban sus casas con bodegones para el recuerdo, los españoles retrataban otros bodegones y escenas de caza para crear la falsa sensación de que comíamos, si bien en realidad lo único que los hidalgos se llevaban a la boca era algún que otro mondadientes tras visualizar aquellos lienzos de Velázquez.
Peor suerte corrieron los irlandeses cuando los ingleses se repartieron su país y cerraron el grifo de la sopa boba de las abadías. Dieron así comienzo las hambres celtas y ya los del país no volvieron a catar la sopa de mijo. Menos mal que el pirata Walter Raleigh plantó en su quinta de Myrtle Grove las primeras patatas. En Dublín y en Cork se comía algo más, pero ciervos y salmones acababan todos en las mesas de los terratenientes invasores. Las hambres celtas, ya digo.
Y luego están las salsas. ¡Qué decir de las salsas! ¡Qué no decir de las salsas! Las salsas alemanas siguen siendo salsas en borrador, textos confusos, escaramuzas nocturnas. Los flamencos inventaron la deliciosa bechamel, de la que tanto se abusa hoy en mi opinión. La salsa bechamel es una salsa de plaza sitiada que inventó Guillermo el Taciturno contra el ajoarriero del duque de Alba, que es salsa de infantería. La bechamel ha prestado un gran servicio a la cocina pues es salsa honesta, prudente, mansa y muy paciente.
Y luego están los pescados de Europa, esos divinos ángeles que hicieron historia de Europa. Tenemos el rodaballo, que es el faisán de los mares, uno de los seis grandes peces que arriban a nuestros platos y que hasta Günter Grass le tuvo que dedicar un libro. El rodaballo es un pescado lleno de fantasía que pide salsas alegres y ligeras; su mejor tiempo es la primavera y su mejor muerte también. Creo recordar que es en Burdeos donde se cocina el "rodaballo a la primavera", con eso está todo dicho.
Yo, sin embargo, y como castellano que soy, me reconozco partidario del bacalao.
De ninguna forma es rechazable el bacalao. El bacalao tiene un sabor característico y profundo que se dilata en las amables compañías que le concede nuestra cocina. Tolera el picante sin perder nada de su gracia, e incluso el tomate, ese enmascarador coquinario propio de los que no saben cocinar. Más todavía el perejil, que es el enmascarador absoluto de los malos cocineros. Alrededor del bacalao ha cuajado un espléndido y católico recetario del que los pueblos hiperbóreos no tienen ni pajolera idea. Lusitanos, españoles y franceses somos los únicos que sabemos comer el bacalao. Y si en los días cuaresmales es condumio casi obligado, nada se opone a que con feliz frecuencia nos sea servido este plateado Señor del Mar de Terranova. El sabroso y perfecto bacalao se lo merece todo porque reúne en sí todos los sacramentos aunque para su eucaristía sea recomendable un vino blanco, a ser posible no en demasía seco.
Me quedaría por destacar al ilustre salmón, que es un pescado fino pero a la vez prieto en carnes y que nos llega, desde la fosa submarina, a los ríos porque conocen de memoria sus secretos cauces submarinos. La fidelidad del salmón a sus ríos maternos es admirable y conocida desde muy antiguo. Quizás sea el salmón el más perfecto de todos los peces. El salmón tiene una memoria que se remonta al pleistoceno. Sus cartas náuticas fueron escritas al comienzo de la era cuaternaria, cuando iba a debutar el hombre en la Tierra. Lleva pues, consigo, el salmón, la memoria del río natal y sus riberas siglo a siglo durante todos los abriles de los últimos dos millones de años o más.
¿Por qué cuento todo esto? Lo dije arriba: porque opino que la mesa es cosa seria, que se frivoliza mucho con la comida y que deberíamos recuperar la sana costumbre de hacer un examen de conciencia antes de masticar, siquiera por respeto a lo que somos.
Hablemos de los vinos.
Hay quien sostiene que los vinos mediterráneos son hijos de la romanidad, y esto no es cierto. Lo cierto es que los romanos bebieron el vino muy mal, quebrando los caldos con especias levantinas. Eso de quebrar las cosas es muy del Levante. Sin ir más lejos, el Levante español es todo un paraíso de la anarquía culinaria; véase esa invención llamada paella. Pero hablábamos de vinos. Salvo el Pedro Ximénez, todos los vinos de España son de nación bordolesa o lemosina. Los vinos actuales los trajeron los frailes y fueron ellos mismos quienes establecieron las reglas sacras que ordenan el aparejo de los caldos, su cuido y fábrica. De las casas de Cluny y el Císter en el Périgord y en la Turena vinieron a La Rioja las cepas madre que hoy son, de Oña a Tudela, las viñas de España. Mucho se ha escrito sobre los vinos de Francia, incluso que eran la parte más importante de la inteligencia francesa. Lo cierto es que algo pasó a este lado de los Pirineos, porque los caldos mejoraron enormemente. Tanto que el propio Napoleón aspiraba a convertir nuestro país en la bodega de Europa. Por algo será. Yo creo que ningún país tiene la variedad de sabores que gozamos aquí. Están los caldos carnosos y colorados, con sus delirios y claudicaciones; los vinos castos y arrebolados; esos otros que te abrazan y danzan contigo  y que, al final de la danza, parece que eres tú el que ha emborrachado a la botella. Tenemos otros vinos humildes, mansos, remisos y honestos. Y caldos de Galicia que te voltean la cabeza como una muñeira ritual y lacónica. Y, cómo no, vinos de taberna, alborotadores y agrios, turbios, pobres y salobres, como de lija, pero nobles también porque son los vinos del pueblo y al pueblo hay que respetarlo siempre.
Bendito sea el vino. Leí unos versos hace años que afirmaban con toda justicia que ningún poema salió nunca de los bebedores de agua. Con moderación, el vino hace siempre un gran esfuerzo por hacerse amigo del hombre, por habitar sus sueños, por despertarle la memoria (se bebe para recordar, que no para olvidar). Hay en España vinos que te echan un brazo por encima del hombro y te acompañan con caricia de amigo diciéndote al oído palabras reconfortantes y esperanzadoras; son vinos neumáticos, avivadores de nostalgias. Aunque tenemos muchos ritos de vendimia por el país, todos se reducen a ir humildemente a recoger la cosecha que manda Dios. El mejor vino será siempre aquel que un corazón lo acepte como parte de sus latidos, una memoria como luz de sus estampas, un espíritu anhelante como el camino de sus ensueños. Y es que el vino es mágico pues nada hay más sensible que un racimo: unas nubes que pasaron en mayo, una niebla que llegó por San Juan, un norte que lamió los pámpanos y apretó sus venas un alba de agosto, una lluvia de travesía el día de la Natividad de Nuestra Señora... Todo deja su huella en el racimo. Por eso en el vino se reconoce una composición celeste y prodigiosa, un ánima imprevisible a la que es preciso conducir y acompasarla al ritmo de la humana.
No he hablado en este repaso de la perdiz, de la codorniz, del paté, de tantos y tantos manjares que han hecho Europa. Daría para un libro y ya hay muchos del tema. Sólo digo que reivindico la mesa patria, que cada cual haga de su capa un sayo, que deberíamos darle la vuelta a las consideraciones de la Organización Mundial de la Salud y desmantelar urgentemente las granjas industriales y devolverle al ganadero de toda la vida su negocio, racionalizar lo que el mar nos ofrece, cuidar a las nobles abejas y volver a la artesanía de las cosas divinas. Opino que es mejor, mucho mejor, comer carne una vez al mes que cometer el pecado contra natura de seguir por el camino que vamos.
Siéntense a la mesa y hagan un examen de conciencia. Coman con pausa. Remojen de cuando en cuando, especialmente cuando pasen de una parte a otra del ave, de pechuga, verbigracia, a muslo, de ala a obispillo. Hagan mentalmente la biografía del condumio, desde que salió del huevo el pollito hasta que fue trinchado para servir. Aliméntense con reverencia y en familia a ser posible, como en los tiempos antiguos, cuando eso que se llama familia aún existía. Y reflexionen sin yuxtaposiciones ni veleidades: nadie tiene la verdad absoluta sobre el condumio. Yo tampoco.