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miércoles, 25 de noviembre de 2015

ESPARTA O EL ODIO COMO POLÍTICA

La igualdad es una cualidad producida por la iniciación.  No se da en la naturaleza, y la sociedad no sabría concebirla si no estuviera nutrida por la iniciación.  Existe después un momento en que la igualdad se aposenta en la historia, y por allí avanza hasta que los ignorantes teóricos de la democracia creen descubrirla; y la enfrentan, como su contrario, a la iniciación.
Ese momento inicial es Esparta.  Los espartanos eran fundamentalmente hómoioi, "iguales", en cuanto miembros del mismo grupo iniciático.  Pero ese grupo era el conjunto de la sociedad.  Esparta, único lugar, tanto en Grecia como en la posterior historia europea, donde la totalidad de la ciudadanía constituye una secta iniciática.
Abrevados en la fuerza, más en su principio que en su despliegue, no tardaron en olvidar y despreciar cualquier otra bebida de inmortalidad: impacientes hacia cualquier ciencia del cielo ("no pueden soportar los discursos sobre los astros y las vicisitudes celestes" observaba molesto Hipias); indiferentes a la poesía, "los espartanos parecen ser, de todos los hombres, los que menos admiran la poesía y la gloria poética" (Hipias).  Su actitud hacia cualquier forma, hacia cualquier arte, hacia cualquier deseo es la que tienen hacia la música: volverla en primer lugar inocua, y después útil.
Fueron los primeros en entrenarse desnudos y en untarse el cuerpo, hombres y mujeres. Sus túnicas se hicieron más sencillas y prácticas.  Eran los padres funestos de cualquier funcionalidad.  Mantenían a los ilotas bajo el terror, pero estaban obligados a vivir en el terror de los ilotas.  Se paseaban con la lanza, porque a cada paso podía acecharles una emboscada, no tanto por parte de sus "iguales", sino de la de los numerosos mudos que les servían, antes de ser burlados y diezmados.
Esparta está rodeada por el ara erótica del colegio, de la guarnición, de la palestra, del penitenciario.  Por todas partes doncellas de uniforme, aunque su uniforme sea una piel tersa y reluciente.
Esparta entendió, con una claridad que la diferencia de cualquier otra sociedad antigua, que el auténtico enemigo era la superabundancia que pertenece a la vida.  Las dos ominosas argucias de Licurgo, que preceden e inutilizan cualquier ley, imponen únicamente no escribir leyes y no admitir el lujo.  Ésta es quizá la prueba más deslumbrante de laconismo que nos dispensa Esparta, si no queremos considerar así las torvas moralidades que nos han transmitido.  Aquí, por el contrario, se advierte realmente el maligno aliento del oráculo: la prohibición de la escritura y del lujo es suficiente para significar la condena de todo lo que el control no puede aferrar.
"A leer y a escribir aprenden en los límites de lo indispensable".  En cualquier esquina de la vida, como un carcelero insomne, Licurgo había encontrado el demasiado, para destrozarlo antes de que creciera.  Los espartanos sólo podían advertir la abundancia en un único momento: cuando los flautistas entonaban el ritmo de Cástor, respondía el peán, y una hilera compacta, con las largas melenas sueltas, avanzaba.  Espectáculo solemne y terrorífico: era la guerra, el momento en que el dios estaba en el Estado y en el individuo, único momento en que las normas permitían a los jóvenes arreglarse la cabellera y adornarse con armas y mantos.
De igual manera que Platón dice que el dios disfrutó porque el universo había nacido y se había movido con su primer movimiento, también Licurgo, complacido y satisfecho por la belleza y la grandeza de su legislación, ahora realizada y actuada, deseó dejarla inmortal e inmutable para el futuro, en la medida de la previsión humana".  El demiurgo Timeo compone y armoniza el mundo: Licurgo es el primero que compone un mundo que excluye el mundo: la sociedad espartana.  Es el primer experimentador sobre el cuerpo social, legítimo progenitor que cualquier caudillo moderno, aunque no tenga ímpetu de Lenin o de Hitler, intenta imitar.
Entre Atenas y Esparta la discriminación es el intercambio.  En una provoca terror, en otra fascinación.  Así se rompe la unidad de lo sagrado, en dos mitades químicamente puras.  En Esparta el oro entra, pero no sale: de muchas generaciones les llega de todos los países griegos, y con frecuencia también de los bárbaros, y no sale jamás.  Las monedas espartanas pesan tanto y son tan incómodas que no se pueden transportar.  En Atenas, "amiga de los discursos", la palabra fluye espontáneamente; es un arroyo que irriga todos los capilares de la ciudad.  En Esparta, jamás se le aflojan las riendas a la palabra.  El moralismo laconizante no se forma sobre las graves sentencias que resumen su saber, sino sobre la decisión de tratar la palabra como enemiga, primera exaltadora del excedente.  Esparta es un artificio para crear el máximo freno del intercambio y la máxima fijación del poder.  Esto explica la atracción que siempre, hasta el tardío Las Leyes Platón sintió por Esparta.
Fue mérito de los espartanos haber sido los primeros en reconocer en qué medida el orden social está basado en el odio, y que sólo sobre la base del odio puede perdurar.  De eso sacaron unas consecuencias: iguales e intercambiables en el interior, formaban una superficie durísima hacia el exterior.  Y en el exterior permanecía la masa (tò plêthos) que no se ilusionaba (como los atenienses) con seducir y manejar.  "Entre los espartanos, los que saben pensar mejor consideran que no es una política segura cohabitar con aquellos contra los que se han cometido las más graves ofensas. Su manera de proceder es completamente distinta: en su interior se ha establecido la igualdad y aquella democracia que es necesaria para quienes quieren  asegurarse una continua unidad de intenciones.  Al pueblo, por el contrario, lo han instalado en las afueras, reduciendo a la esclavitud sus almas no menos que las de sus siervos." (Platón).
"A los que matan, los espartanos los matan de noche; de día no matan a nadie", escribe Heródoto.
Los espartanos venían con perfecta lucidez todas las atrocidades que hacían sufrir a los demás.  Jamás pensaron que sus víctimas pudiesen olvidar los daños que les infligían. Era preciso, entonces, mantener el terror como condición normal; y éste fue su gran invento: conseguir que el terror fuera percibido como normalidad.  Isócrates, el puro ateniense, se enfada: "Pero ¿de qué sirve extenderse sobre todas las violencias que sufre la masa? Basta nombrar la mayor de las iniquidades, incluso dejando de lado todas las demás.  Entre todos aquellos que desde el comienzo han sufrido afrentas horribles, y que en las circunstancias actuales siguen mostrándose útiles, los éforos tienen permiso para elegir todos los que quieran y darles muerte sin juicio; mientras que para los demás griegos, incluso matar al más malvado de los siervos es un crimen a expiar".  Los éforos son altos burócratas; no destacan por su gran pensamiento (méga phroneîn) como los individuos eminentes y temidos de Atenas. A cambio, en cualquier momento pueden matar sin una palabra de justificación a cuantos quieran de la masa anónima de los ilotas.  De este modo, la utilidad pública podía reclamar sus víctimas con la misma orgullosa perentoriedad con que había solido exigirlas el dios.  Y si el dios se servía de adivinos o de la Pitia, que hablaban en hexámetros o con imágenes oscuras, la pólis se contentaba con un aparato menos solemne.  Le bastaba la opinión, aquella voz pública, móvil y asesina, que cada día serpenteaba por el ágora.
Es una tétrica ironía de la Historia que la imagen de la virtud, en lo que tiene de más rígido y odioso, haya permanecido asociada a Esparta.  Como si los Iguales hubieran preferido la dureza de la ley a cualquier otra cosa  y por eso se hubieran encontrado sosteniendo una fama ardua, antipática, aunque, sin embargo, grandiosa.
Los espartanos habían inventado algo diferente, que fue mucho más eficaz: difundir por fuera la imagen de la virtud y de la ley como poderosa arma de engaño, mientras que por dentro les eran más indiferentes que a los demás.  Dejaron la elocuencia a los atenienses, con un guiño, porque sabían que precisamente aquellos elocuentes serían los primeros en caer en la nostalgia de la sobria virtud espartana; que los espartanos, en cambio, sólo utilizaban como un útil artificio para confundir y debilitar al enemigo. No sorprende que en Esparta no quisieran extranjeros y que defendieran tanto el secreto de lo que ocurría en sus territorio. De este modo pueden crear su propia leyenda y transmitirle al mundo que la imagen más poderosa de la indiferencia a la injusticia no la dan los tiranos, animales de la pasión, sino los fríos éforos, los guardianes supremos del secreto de Esparta.